¿Y tú…, qué quieres ser de mayor?

abogado

(…)  Cuando ingresé a la universidad a estudiar Derecho, lo hice porque aquella había sido la carrera con la que siempre había soñado; un ideal de infancia. Toda mi vida había querido ser abogado. Desde muy niño, manifesté el inusual hábito de salir en defensa de los demás. Era algo natural en mí, innato. Cada vez que veía una injusticia, o algo que así me lo pareciese, saltaba como una rana, aun a riesgo de caer directamente en las fauces de algún cocodrilo con la boca abierta. A ello se le sumaba la particularidad de que siempre quería tener la razón en todo, que lo que yo dijese fuese considerado como lo único cierto; lo correcto.

Los que me conocían bien, siempre lo decían. Mi abuela la primera. «¡Niño! —decía en ocasiones—; tú tendrías que estudiar para abogado cuando seas mayor, porque no te gusta perder una. Cuando no la ganas, la empatas»

Para ella, siempre fui un “terco consumado”.

Mis años de estudio fueron años de devoción, de dedicación absoluta a la búsqueda del conocimiento y de todo lo relacionado con aquello que tanto veneraba; el ideal de justicia, las formas cómo se construye el derecho, las doctrinas jurídicas de todos los tiempos, las raíces profundas y más antiguas del ordenamiento jurídico, etc.

Mientras más estudié, más convencido estuve de que no me había equivocado en mi elección. Mi fascinación, encantamiento, y hasta de alguna manera «enamoramiento» por mis estudios rayaba en lo obsesivo, aunque más de uno decía que lo superaba.

En el camino hacia el título, me aparté de todos y de todo lo que no estuviese relacionado con mis estudios. Mis ansias de conocimientos jurídicos no conocieron límites. Y se daba la circunstancia, para mi gran satisfacción, de que mientras más estudiaba, más cuenta me daba de lo mucho que me faltaba por aprender, de lo inmenso y complejo que era el mundo del derecho.

Aquellos, fueron años de verdadera felicidad. Años de devoción casi religiosa, de entrega total y absoluta al hasta entonces único y verdadero amor de mis días; el conocimiento de las ciencias jurídicas. Y no le hice ascos a ninguna de las múltiples ramas del derecho. Estudié con igual fervor tanto el derecho penal como el civil, el mercantil, laboral, procesal, romano, constitucional, la filosofía del derecho, la historia del derecho, etc., etc., etc.

Pocas semanas después de registrar mi título, comencé a ejercer de abogado independiente. La gente comenzó a tratarme de «doctor», como tratan a todos los abogados en Venezuela, aunque nunca he sabido por qué. Se supone que “doctores” son los que se gradúan en un “doctorado”, y aquel no era nuestro caso. Era una especie de “título social” que venía añadido al académico, de manera total y absolutamente gratuita. Una forma de trato nueva y diferencial que me colocaba en un pedestal distinto respecto al común de los mortales de nuestra sociedad. Ahora era el flamante «doctor Franklin Díaz», y no la persona simple y sencilla que hasta entonces había sido; «Franklin» a secas, o “Frank”, para los amigos.

Yo no había estudiado para ser doctor, sino abogado simplemente. Sin embargo, acepté con agrado aquella peculiar singularidad porque creí que no era yo quién para ir a contracorriente y comenzar a decirle a la gente que se equivocaban al tratarnos así.

Las semanas y meses siguientes fueron los más horribles de mi vida, con diferencia. Asistí atónito y estupefacto a la comprobación cierta de que nada de lo que tanto había estudiado, por lo que con tanto esmero me había esforzado, me servía ahora para trabajar.

El conocimiento profundo de las ciencias jurídicas ahora venía en resultarme absolutamente inútil a la hora de ejercer de abogado. Ocurría que los mejores abogados eran aquellos que tenían mayor capacidad para corromper, para sobornar a jueces, fiscales, secretarios, alguaciles, y en fin, a los funcionarios judiciales en general.

De nada valían los conocimientos, ni tampoco el simple hecho de tener la razón en lo demandado, en lo pretendido. Lo único que importaba era la capacidad de sobornar, de corromper.

Tuve la infortunada desdicha, o la desgracia (por decirlo con una palabra que se adapte más y mejor a la situación), de toparme con abogados que a duras penas sabían leer y escribir (sí, como se oye: ¡a duras penas sabían leer y escribir!), pero que sin embargo, eran reputados y afamados juristas, objeto de continuos elogios y enaltecimientos, y no solo de la colectividad en general, sino, y lo que es peor aún, del gremio de abogados en su conjunto.

«¿Cómo demonios se habrá sacado el título este?» ––pensaba yo estupefacto, con rabia e indignación.

Los niveles de corrupción en los tribunales, fiscalías, registros y notarías eran tan exagerados, que resultaban difíciles de asimilar por un ser humano medianamente ingenuo como yo.

Había jueces que recibían en sus despachos a los abogados, recostados en sus sillas con los pies colocados sobre el escritorio, y que sin levantar siquiera la vista del periódico, crucigrama o comiquita que en aquel momento estuviesen leyendo, preguntaban sin rodeos:

«¿Cuánto me trajiste?».

O la expresión más típica y vergonzosa aún:

«¿Cuánto hay pa´ eso?».

Si no les dabas dinero a los alguaciles, no practicaban las citaciones. Si no les dabas dinero a las secretarias, te escondían los expedientes o los colocaban de últimos en grupos de decenas por revisar. Si no le llevabas una buena cantidad al juez, no te practicaba los embargos ni otro tipo de medidas, y mucho menos sentenciaba a tu favor, o lo que era mucho más grave aún, y que me ocurrió a mí en más de una ocasión, te mandaba a esconder el expediente durante un tiempo para que no existiera forma ni manera de que pudieses hacer valer los derechos de tus clientes.

Aquello era el caos, la anarquía y el desastre en sus máximas expresiones.

Si se te ocurría denunciar a un juez, al otro día tu coche aparecía con los cristales rotos, las ruedas partidas y desinfladas, o te lo robaban y nunca más lo volvías a ver.

Algunas “sutilezas” peores les ocurrían a los más ingenuos.

Les secuestraban a familiares por horas y sin ninguna explicación, o les envenenaban a las mascotas. Y en los casos más graves, ocurría como le pasó a un colega amigo mío que tuvo la osadía de denunciar públicamente a un juez de familia; le dieron una paliza brutal, y lo encontraron dos días después medio muerto atrapado en el maletero de su coche, en un rincón apartado de una carretera secundaria.

No se puede decir que fuese yo un ingenuo absoluto, y que nunca antes hubiese escuchado hablar de aquel tipo de cosas en mis años de estudio. En más de una ocasión había oído hablar de la corrupción generalizada existente en el poder judicial, pero juro por Dios que jamás llegué a sospechar siquiera que aquello fuese tan grave, tan horrible.

“Repulsivo” es el adjetivo que mejor se me ocurre para calificar aquel submundo tan desquiciado.

¿Cómo podía ejercer yo el derecho en aquellas condiciones? ¿Cómo podía andar entre tanta mierda sin ensuciarme?

La respuesta es muy sencilla: ¡No podía!

Si me mantenía firme a mis principios morales y éticos no tenía posibilidad alguna de sobrevivir. Mas, en mi caso no se trataba tanto de eso (porque da la casualidad que santo tampoco es que haya sido), sino de un sentimiento de frustración tremendamente profundo al comprobar que de alguna manera, tantos esfuerzos y sacrificios por empaparme de conocimiento no tenían ahora el menor de los sentidos.

No había sido para aquello que yo había estudiado, sino para ejercer de abogado, para aplicar mis múltiples conocimientos.

Después de haber sido el número uno de mi promoción, ahora era el último ejerciendo. Aquello me descolocó de manera absoluta. Me hizo perder la capacidad de asimilación de la realidad. No me lo podía creer.

De alguna manera, me consolaba pensar que, en todo caso, aquellos años de estudio me habían ayudado a abrir más la mente, a comprender mejor el porqué de las cosas, a desarrollar más la inteligencia, a ser menos ignorante, menos bruto, a formarme un mapa del mundo mucho más claro, más nítido y preciso.

Pero aún así, tales cavilaciones resultaban insuficientes para calmar los elevados niveles de frustración que sentía, y que día a día se iban acrecentando más y más.

Me resultaba insufrible contemplar a tanto abogado necio y mediocre encumbrado en la cima del prestigio profesional y, en consecuencia, económico, mientras que quienes tanto y tan arduamente nos habíamos esforzado por ser los mejores, simple y llanamente ahora no teníamos un solo cliente.

Pensando una y otra vez en ello, en cierta forma, comprendía a los clientes. Ellos solo buscaban la solución de sus problemas. Lo que los abogados hiciésemos para lograrlo no les importaba.

Pero aquello tenía de horrible el hecho cierto de que quienes tenían más dinero eran los únicos capaces de obtener justicia. ¡Vaya forma de justicia!

(…)

(Tomado del libro LAS BALADAS DEL CIELO)

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