«Las Multiplicadoras»

Hace algunos años conocí a una prima que no sabía que fuese prima mía, es decir, que era una de esas primas desconocidas, porque era hija de uno de esos tíos que tampoco sabía que lo fuese. De allí que difícilmente pudiese saber que la prima fuese mi prima.

Pero bueno, que no viene al cuento de esta historia el asunto de los lazos familiares de la prima conmigo, ni de cómo fue que nos conocimos, ni de por qué yo no sabía que su padre fuese mi tío, ni de nada similar. Se trata de otro asunto mucho más terrible…

La susodicha prima me contó una vez que siendo muy niñas ella y sus dos hermanas, su madre les aplicó un método “infalible” para que se aprendieran la tabla de multiplicar completa en un solo fin de semana. Sí, como se oye: ¡en un solo fin de semana!

Y eran tan niñas las primas por entonces, que ninguna de ellas había alcanzado los nueve años de edad. La mayorcita acababa de cumplir ocho, la segunda tenía siete, y la tercera, la que me contó la historia, seis.

Había sido de tal manera efectiva aquella técnica, que hizo que se les grabara en el cerebro la tabla de multiplicar de por vida y de manera indeleble.

«¿En un solo fin de semana? —le pregunté incrédulo— ¿Cómo es posible algo así?».

Y fue entonces cuando me contó los detalles de la peculiar metodología en cuestión.

En una bolsa de tela, su madre metía todas las opciones de la tabla de multiplicar, escritas en papelitos doblados. Tantos papelitos había en la bolsa como posibilidades matemáticas tenía la tabla de multiplicar. Luego hacía formar a las niñas ante ella “con el culo al aire”, como se suele decir.

Acto seguido, las iba haciendo pasar de una en una ante sí, para que fuesen metiendo la manito en la bolsita, y sacando uno de los papelitos, que le entregaban para que se los leyera en voz alta.

Por ejemplo:

La madre preguntaba:

«¿Dos por dos?»

Y ellas tenían que contestar diciendo el resultado.

Si la respuesta era correcta, podían volver a su lugar al final de la fila, pero como quiera que la respuesta fuese incorrecta, recibían como castigo un par de latigazos en las nalguitas.

«¡Qué barbaridad! —pensé incrédulo— ¡Qué maltrato tan cruel!»

Y efectivamente, las niñas se aprendieron la tabla de multiplicar en un solo fin de semana, tal y como su madre había previsto, pero…

Como consecuencia de los latigazos, las pobres criaturas estuvieron ¡un mes completo! durmiendo boca abajo con el culo desnudo untado de ungüentos anti inflamatorios, agua de mango y papayas tiernas.

—¡Eso era como para haberla denunciado! —exclamé casi sin pensar.

—¿A quién? —contestó la prima preguntando— ¡¡¡¿A mi madre?!!!

—¡Pues sí! —dije plenamente convencido—. Ese es un caso clarísimo de maltrato infantil.

—No digo que no… —replicó, algo entristecida—, pero nosotras no íbamos a denunciar a nuestra madre. Además…, lo que haya hecho, estoy segura que lo hizo por nuestro bien. De no ser así, no nos habríamos aprendido la tabla de multiplicar ¡para toda la vida!

—Nada justifica el maltrato infantil —dije—, ni siquiera eso de pensar que era por vuestro bien, pero bueno…, yo tampoco soy quién para juzgar a nadie.

—¿Y qué habrías hecho tú? —preguntó la prima algo incómoda— ¿Habrías preferido que nos hubiésemos quedado brutas?

—Tampoco es necesario ser tan extremista —repliqué incómodo—. Yo también me sé de memoria la tabla de multiplicar y no sufrí ningún martirio para aprendérmela. El método de la bolsita me parece bien, lo que no apruebo son los latigazos. Nunca he sido partidario del método del castigo, y menos cuando se trata de castigos físicos, como el que vuestra madre les aplicaba a ustedes. En lugar de eso, les habría dado una recompensa por cada vez que contestaran bien.

—¿Cómo una recompensa? —preguntó.

—¡Sí, eso…, una recompensa! —dije—. Un pequeño trocito de chocolate, de dulce, o algo que supiese les gustara a ustedes. El problema del castigo como método de enseñanza es que deja secuelas de por vida en la mente de los niños. La recompensa, por el contrario, los estimula, los enriquece.

—Mmmm… —murmuró la prima mientras asimilaba cada una de mis palabras— Creo que te voy a dar la razón.

Y con lo que contó posteriormente, hizo que me reafirmase aun más en mis opiniones.

Dijo que aquel método tan “eficaz” (que yo hubiese llamado más bien “salvaje”) para aprenderse la tabla de multiplicar en un solo fin de semana, no solo mostró ser infalible, sino que a su vez, les ocasionó una desagradable consecuencia. Una especie de “nocivo efecto secundario”. Algo así como un “pequeño trastorno psicológico”.

Desde entonces, comenzaron a hablar dormidas por las noches citando operaciones de la tabla de multiplicar.

Cuando mi tío Agustín, su padre, se levantaba por las madrugadas para ir al baño, o a beber agua de la nevera de la cocina, escuchaba el rugir de murmullos provenientes de las habitaciones de sus hijas:

«Tres por cuatro doce. Seis por cinco treinta. Nueve por cinco cuarenta y cinco. Seis por seis treinta y seis…».

Y no era una sola la que hablaba dormida, ¡todas lo hacían!, y en ocasiones, de manera simultánea. ¡Un verdadero concierto nocturno!

Para sus desgracias, la cosa no quedó allí.

Después que se hicieron mayorcitas, en ocasiones, y de manera totalmente involuntaria, cuando estaban hablando con alguien se les salía el enunciado de alguna multiplicación.

Por ejemplo:

«Yo sabía que ella andaba con él, pero a su madre ­—cuatro por cuatro dieciséis—, nunca terminó de caerle bien».

Aquel fue un mal que las primas quedaron condenadas a padecer de por vida.

Esa fue la razón por la que desde entonces se hicieron famosas en su pueblo, e hizo que llegasen a ser conocidas por todo el mundo con el pseudónimo de “Las Multiplicadoras”.

Franklin Díaz.-

Twitter: @franklindiazl

Instagram: https://www.instagram.com/frand188

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