«Nené»

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Nené fue mi mejor amigo de infancia. Nos criamos prácticamente juntos, como hermanos. Él vivía frente a nuestra casa. Teníamos edades similares, solo separadas por unos pocos meses. Era el único hijo varón de sus padres. Tenía una única hermana, un poco mayor que él. Yo sí tenía otros hermanos varones. Éramos tres, de los cuales yo el menor.

Desde nuestras más tiernas infancias, Nené y yo fuimos inseparables. Por las mañanas, en cuanto despertaba, se lavaba la cara, cepillaba sus dientes, tomaba el desayuno a la carrera y se iba a mi casa a buscarme para jugar, si es que ya no lo había hecho yo antes que él. Nuestras conductas eran recíprocas.

Cada uno éramos hijos naturales de nuestras propias familias y, a su vez, putativos de la del otro. Adoptados, se podría decir.

Cuando cumplí nueve años de edad, mi madre compró una nueva casa, lejos de aquella de la abuela en la que hasta entonces habíamos vivido. Poco tiempo después de mudarnos, Nené comenzó a aparecerse por allá diciendo que estaba aburrido y triste en su casa, y que prefería estar con nosotros. Sorprendía semejante osadía, teniendo en cuenta lo corto de su edad para viajar solo en el transporte público. Fuera como fuese, siempre se las ingeniaba para allegarse hasta allá, estar junto a mí, y así pasar el tiempo conmigo y mis hermanos jugando, bromeando, viviendo nuestras vidas de niños. A veces se le hacía tarde y se quedaba a dormir. Y al otro día por la madrugada, llegaba su madre desesperada preguntando si estuviese allí con nosotros. Al comprobarlo, le reñía con dureza haciéndole prometer que no volvería a hacerlo más, pero de nada servía. Pocos días después, la historia se volvía a repetir.

Así pasaron los años de infancia junto a mi buen amigo Nené.

Al cumplir los 14 años, me fui a vivir a Caracas con mis tíos, y solo volvía a ver a Nené cuando regresaba de visita a mi ciudad natal; dos o tres veces al año. Nuestra amistad nunca se perdió. Volvíamos a encontrarnos y hacíamos grandes fiestas con mis hermanos y otros amigos y amigas para aprovechar de disfrutar al máximo el tiempo de mis estadías. Eran encuentros felices.

Al llegar a nuestras edades adultas, cada quien tomó un camino distinto; él se quedó en casa con su familia y no quiso estudiar ni trabajar en nada más. Yo, por el contrario, comencé una carrera de Derecho que culminé cinco años después.

Regresé a mi ciudad natal, puse una oficina en el centro de la ciudad, y comencé a ejercer de abogado. Además, también puse una inmobiliaria en el mismo local. Poco tiempo después, me casé, y casi de inmediato mi esposa quedó embarazada.

Uno de aquellos días, Nené se presentó en mi despacho solicitando asesoría jurídica y comercial para vender el último terreno disponible de su tía Josefina, a la que todos llamamos desde siempre: “Pina”. Y digo que aquel era su “último terreno disponible”, porque había enviudado siendo muy joven, y como herencia le había quedado un patrimonio inmenso compuesto de decenas de terrenos. Muchos de ellos con cientos de cabezas de ganado. Su marido fue, en su momento, un rico terrateniente de los más poderosos que había en la zona sur de nuestro Estado. Nené y toda su familia vivieron de aquella fortuna durante muchos años, porque la tía Pina se quedó en casa y no se volvió a casar nunca más. Pero como todo lo bueno se acaba, llegó el momento en el que todo el capital se había terminado. Lo único que le quedaba a la tía Pina era aquel terreno que ahora procuraban vender.

Asumí el encargo de buscar un comprador a través de la inmobiliaria. Realicé decenas de publicaciones en periódicos locales; mandé a imprimir y distribuí centenares de panfletos; hice varios viajes llevando a posibles compradores a visitar el terreno; pero aquello era duro de vender. Primero por su extensión; ¡era colosal! Se tardaban varias horas en recorrerlo completo. Segundo, por su valor. La tía Pina pedía una cantidad exorbitante de dinero. Y con toda razón. El terreno lo valía.

Transcurrieron varios meses y el terreno nada que se vendía. Hay que decir, a todo esto, que tuve que poner todo el dinero de mi bolsillo para costear la promoción, porque la tía Pina dijo desde un primer momento que no tenía dinero ni para comprarse un mísero desodorante o una pasta de dientes. Así que, en la medida de mis posibilidades, fui costeando todo aquello con la esperanza de que al producirse la venta, la tía Pina sufragaría mis gastos, y me daría una suculenta comisión, en recompensa por mis servicios. Así lo habíamos pactado desde el principio.

A medida que pasaron los meses, la promoción se fue enfriando. Mi presupuesto se fue a pique debido a importantes problemas económico – familiares. Ocurrió que cuando mi esposa fue a dar a luz, los médicos dijeron que tenían que hacerle una cesárea, porque la niña estaba mal ubicada y había peligro de que pudiese asfixiarse con el cordón umbilical o consumir líquido amniótico en el momento del parto. Todo aquello había que hacerlo en una clínica privada, porque en el hospital no había médicos, camas ni material quirúrgico para realizar la operación. No teníamos suficiente dinero para costear tales gastos. Se me ocurrió alquilar la casa donde vivíamos incluyendo todas nuestras cosas (el mobiliario, me refiero), e irnos a vivir con mis suegros.

La situación económico – familiar se nos complicó repentinamente, y para completar, los negocios de la inmobiliaria y los casos que llevaba ante los tribunales, también entraron en recesión. No recibía un solo centavo.

Decidí subarrendar también mi despacho de abogado y la oficina de la inmobiliaria. Tenía que buscar dinero de donde fuese para que a mi futuro hijo o hija por nacer no le faltase de nada.

Transcurrieron los meses posteriores a la cesárea de mi esposa con relativa satisfacción. Fue una niña. Estaba sana y robusta, y no le faltaba de nada. Así mantuve resuelta nuestra situación económica, temporalmente.

Uno de aquellos días fui a visitar a mi abuela para llevarle la niña, y que así la viera por vez primera. Llamó poderosamente mi atención que frente a la casa de Nené hubiese aparcado un coche nuevo, de los más lujosos y caros del mercado. Días después, vi que Nené andaba en él pavoneándose por el barrio sin percatarse de que lo había visto. En un momento dado, aparcó el coche frente a su casa y, mirándome de reojo, me saludó de lejos sin acercarse a darme la mano. Su actitud me dejó sorprendido.

Llamé a la tía Pina para rendirle cuenta de las últimas actuaciones que había realizado en la promoción del terreno en venta, y, para mi sorpresa, se negó a atender mi llamada con el pretexto de que estaba ocupada. La volví a llamar tres veces más, en el transcurso de esa semana, y siempre obtuve la misma respuesta. Le dejé el mensaje de que se comunicara conmigo en cuanto le fuese posible. Nunca lo hizo.

Poco tiempo después, pedí la desocupación de los inquilinos que tenía viviendo en mi casa, y volví a instalarme en ella con mi esposa y mi pequeña hija. Lo mismo hice con la oficina y mi despacho. Poco a poco y lentamente nuestra situación económica comenzó a remontar.

Sorpresivamente, uno de aquellos días llegó Nené a visitarme en casa. Fue a presentarme su nuevo y flamante coche último modelo. Salimos a dar unas vueltas mientras conversábamos sobre lo ocurrido en el tiempo que no nos habíamos visto. Le comenté lo de las llamadas no contestadas a la tía Pina, y me dijo que últimamente se encontraba indispuesta. Dijo que habían vendido el terreno por su cuenta, que les había salido un comprador que los visitó directamente pidiendo negociar con ellos sin intermediarios. Lo felicité por la venta, tras lo cual le recordé, inmediatamente, que tenía una carpeta con todos los gastos realizados para promocionar aquella venta, y que, obviamente, tendrían que pagar. Dijo que no me preocupara por nada. Que ellos sabían lo mucho que nos habíamos esforzado por lograr la venta del terreno, y que no solo iban a asumir los gastos, sino que también me iban a dar una buena cantidad de dinero como agradecimiento por los servicios prestados. Adicionalmente a ello, dijo que aparte de lo que me diera la tía Pina, él le iba a hacer un suculento obsequio económico a mi hija, por tratarse de que para él era como una verdadera sobrina.

Satisfecho por la información, decidí esperar por la llamada de la tía Pina, la cual nunca se produjo.

Ocurrió algo extraño.

En varias ocasiones, Nené pasó por casa sonando el claxon de su coche. A veces hacía una parada muy breve. Bajaba un fragmento de la ventanilla del lado izquierdo del coche, y desde allí gritaba que todo iba bien, que la tía Pina pronto llamaría para pagarme.

Realizó aquel ritual una y otra vez. A veces por las mañanas, otras por las tardes y las que más, ya entrada la noche.

Ocurrió así hasta que notó, por la actitud preocupada de mi rostro, que ya no me hacían gracia sus fugaces visitas. Dejé de sonreír, y comencé a observarlo con el ceño fruncido. Sin embargo, aunque bajó la intensidad de sus apariciones, no las suprimió completamente. Y aunado a ellas siguió realizando el ritual de “no te preocupes por nada, que tu dinero está seguro y pronto la tía Pina te lo dará”.

Algunas veces estuvo frente a mi casa en completo estado de ebriedad. Bajó la ventanilla del coche completamente, y gritó que el dinero estaba seguro. Los vecinos lo miraban tan sorprendidos como yo.

No había que ser muy inteligente para darse cuenta de que aquello no era más que una morbosa burla. Nené sabía de lo mucho que mi esposa, la niña y yo necesitábamos de aquel dinero. Y sabiéndolo, desplegaba aquellas vergonzosas manifestaciones solo por puro morbo, por pura maldad. Parece ser que aquello le provocaba cierto placer sádico.

Su actitud y su conducta me humillaban profundamente. Y no se trataba del dinero, sino de que aquello afectaba también mi vida familiar, porque mi esposa conocía de primera mano aquel asunto, e incluso, estuvo muy involucrada en la venta del terreno de la tía Pina, porque aún estando encinta iba conmigo a la oficina y me ayudaba a llevar los asuntos de la inmobiliaria. Ella también sentía las burlas de Nené en carne propia. Y las sentía tanto por ella como por mí. Sabía muy bien de lo mucho que yo quise a Nené en mi infancia, del alto concepto y la muy alta estima que le tenía. Él era otro hermano para mí. Mi mejor amigo. Hacerme esto ahora, era muy duro y cruel para mí.

Escribí una carta a la tía Pina y se la envié por correo certificado con acuse de recibo. En ella le exigía el pago de las cantidades adeudadas, inmediatamente, además de lamentar que por aquel mucho o poco dinero, una amistad como la nuestra, de toda la vida, fuese a truncarse de manera tan violenta y sin necesidad.

Tal y como supuse, la tía Pina nunca contestó. Mas, un efecto beneficioso se produjo; Nené no regresó más.

Pensé en demandar a la tía Pina. Era lo menos que debía hacer.

Estuve meditando en ello durante mucho tiempo. Yo era abogado en ejercicio, y me sería muy fácil hacerlo. Mas, me preguntaba si tal satisfacción restituiría los lazos invisibles que me habían ligado a ellos durante toda mi vida, y que ahora, producto de su miserable tacañería, ellos mismos se estaban encargando de destrozar.

Supuse que una actuación así de mi parte, sería como darle una bofetada con la mano abierta a la tía Pina y a Nené en medio de la cara. Pero me surgían varias interrogantes: ¿Querría yo hacer algo así? ¿Y para qué? ¿Para darles el castigo que merecían? ¿Para “hacer justicia”? ¿Qué justicia?

Desde siempre fui un empedernido idealista. Mi esposa era lo contrario. Era muy materialista. Decía que los demandara a los dos, y que pidiese, adicionalmente, daños y perjuicios morales por las burlas. Que si no lo hacía por mí, lo hiciera por nuestra pequeña hija, que sí necesitaba el dinero.

No era verdad. La niña no necesitaba de nada. Desde siempre tuvo todas y cada una de sus necesidades bien cubiertas. ¡No le faltaba de nada!

No fue solo eso lo que dijo mi esposa. Añadió dos argumentos muy difíciles de refutar.

Primero:

«Franklin, piensa que aquel “Nené” de tu infancia, e incluso el de tu adolescencia, ya no existe. No es “éste” Nené que ahora conocemos. Aquel Nené murió. Ya no existe. Quedó enterrado en el pasado»

Segundo:

«Ten en cuenta que aquel Nené con el que te reunías en fiestas y celebraciones cada vez que ibas de visita a tu ciudad natal, era uno en apariencia y otro en su interior. Tú no veías al otro, al Nené escondido, sino al Nené de las juergas. No podías saber cómo se había estado moldeando su personalidad a través de los años. Cómo fue su crianza. Qué sentimientos negativos se afianzaron en él. Su personalidad actual, lo que es ahora, no es algo que puedas conocer»

Me encontraba ante una encrucijada moral. Tenía que decidir cuál camino seguir. Sentía una enorme tristeza por la actitud de Nené para con mi familia. Aquellas burlas habían sido del todo innecesarias. Muy innecesarias. Gratuitas, completamente. Bastaba con que se hubiesen negado a pagar su deuda conmigo. Las visitas humillantes y los gritos de Nené desde su coche eran el componente cruel de esta historia. Me di cuenta de lo poco que lo conocía. Mi esposa tenía razón. Jamás pensé que pudiese manifestar tales disfrutes protagonizando conductas tan humillantes ante mí.

Me pregunté qué era lo que en verdad sentía. ¿Cuál era el sentimiento que me dominaba? ¿Era el sentimiento de humillación propio de los humillados o por el contrario era rabia, ira, frustración, o una mezcla de todos ellos?

Era necesario que adoptase una determinación al respecto, y así lo hice.

Decidí no jugar aquella carta.

¿Por qué?

Porque aquello no iba a restituir lo pisoteado de mis sentimientos. Era así de sencillo.

Tenía muchos sentimientos encontrados, pero finalmente llegué a la conclusión de que uno solo de ellos se imponía sobre el resto; “la lástima”.

Lástima no por mí, ni por mi esposa o mi hija, sino por ellos. Sentía mucha lástima por ellos, mucha tristeza.

Mi esposa se manifestó profundamente en contra. Sin embargo, su visión dio un giro radical cuando le conté con lujo de detalles lo que había sido mi vida de infancia al lado de Nené, de la tía Pina y del resto de aquella familia.

Ni siquiera quise dejar aquello “en manos de Dios”, como hacen muchos, para que fuese la justicia divina la que diese a cada quien lo que le correspondiese.

Tampoco esperaba que se arrepintiesen y viniesen a mí algún día en busca de perdón ¿Para qué? Lo mejor era dejar aquello así. Pasar página de aquel triste capítulo de mi vida y seguir adelante. Así lo hice.

Varios años después, quiso el destino que me viniese a vivir a España con mi esposa y mi hija. Un país que nos acogió como a unos hijos más. Después de todo, en cierta forma lo éramos. Nuestros antepasados, tanto los míos como los de mi esposa, habían sido emigrantes españoles. De alguna especial manera, nuestros genes volvían a la tierra de sus raíces más profundas.

Luego de forjarme un camino en el mundo laboral español, poco a poco fui sacando breves fragmentos de tiempo para irlos dedicando a la mayor de mis pasiones; la escritura. Mis primeras novelas y relatos se fueron abriendo paso lentamente. Añadí algunos libros de autoayuda y textos didácticos, que publiqué con distintos pseudónimos. Llegó el momento en el que pude desprenderme de la vida de trabajo por cuenta ajena para dedicarme en exclusiva al trabajo solo para mí. Mis libros triunfaron entre lectores de habla hispana de diversos países, y cuando comenzaron a traducirse en otras lenguas, las ventas se dispararon, y pude comprobar con mucha satisfacción que podía vivir holgadamente solo de escribir. Aunado a ello estuvo el tema de la fama, que sin quererla ni buscarla vino a instalarse en mi vida.

22 años después de salir de Venezuela, una tarde al abrir el Facebook vi que tenía una solicitud de amistad de un tal “Freddy Romero” ¡No me lo podía creer! Era el nombre de Nené, mi gran amigo de infancia. Acepté su petición de amistad. Casi automáticamente me saludó.

­­—Frank, hermanito, ¿cómo estás? ¿Qué ha sido de tu vida? No sabes el gusto que me da encontrarte de nuevo, aunque solo sea por aquí.

—Hola Freddy —contesté—, también me da gusto saludarte.

—Hermano —dijo—; ¿tienes algún número en el que pueda llamarte, o enviarte mensajes de whatsapp?

Le di mi número y entonces me escribió por allí. Apenas si me preguntó por lo que hubiese sido de mi vida. Envió un mensaje de audio en el que decía que necesitaba mi ayuda urgentemente, que estaba desesperado, que ya no tenía a quien acudir. Que la tía Pina, su madre y el resto de su familia habían fallecido. Que su única hermana se había casado e ido del país, y nunca más había vuelto a saber de ella. Que tenían que operarlo de la garganta y necesitaba dinero para pagar los materiales quirúrgicos que necesitaban utilizar los médicos. La situación en los hospitales venezolanos era crítica. El que no llevase la lista completa de materiales para realizarle la intervención quirúrgica, no lo operaban. Ello comprendía bisturís, tijeras, agujas, inyecciones, hilo quirúrgico para cerrar heridas, betadine, guantes médicos, medicamentos de distinto tipo, bombonas de oxígeno, y una larga lista de etcéteras.

Dijo que entre sus amigos había logrado reunir parte de lo que necesitaba, pero que no era suficiente.

Contesté inmediatamente con otro mensaje de audio. Le dije que sentía mucho que estuviese atravesando por tan difíciles circunstancias, que no tenía ningún problema económico para ayudarlo, porque a Dios gracias aquel nunca había sido un problema para mí, pero que debía darme tiempo para reflexionar, porque su solicitud me tomaba por sorpresa y en aquel momento no iba a tomar una decisión al respecto.

Preguntó cuántos días necesitaría. Le dije que varios, al menos una semana. Estábamos a lunes. Le dije que para el domingo, a más tardar, le tendría una respuesta.

Dijo que la cantidad sería importante, porque también tendrían que pagar el alquiler de una sala de operaciones en una clínica privada porque en el hospital no había agua ni luz eléctrica.

Le dije que eso no era importante para mí, que yo podría cubrir todos los costes que necesitase sin ningún tipo de problemas porque, insistí en ello, el dinero no era un problema para mí.

Preguntó porqué entonces tendría que esperar tantos días.

Le dije que si hubiese sido cualquier otra persona ya el problema estaría resuelto, pero al tratarse de él, quien durante tanto tiempo nos humilló por cuatro miserables centavos, quien de manera tan ruin paseaba a diario por mi casa burlándose de las necesidades económicas de mi pequeña familia, qué menos podría hacer ahora que meditar antes de tomar una decisión.

Dijo que lo comprendía, que sentía mucho lo que ocurrió en el pasado, que la tía Pina nunca nos hubiese pagado por nuestro trabajo, pero que ahora más que nunca él necesitaba del hermano que siempre fui.

«¿Qué tía Pina? —le dije—. Nunca me importó la tía Pina. No era ella quien iba borracha a gritar en la puerta de mi casa que mi dinero estaba seguro, que no me preocupara de nada, que nos iban a dar una suculenta comisión económica. Y todo ello a sabiendas de lo mal que lo estaba pasando con mi esposa y mi hija».

Dijo que sentía mucho lo ocurrido, pero que el tiempo había pasado, y la tía Pina ya estaba muerta.

«Jamás vi a la tía Pina en las puertas de mi casa —dije—. En todo caso, ya te lo dije. Déjame pensar y luego te diré lo que tenga decidido».

«¡Muchas gracias, mi hermanito! Sabía que podía contar contigo» —dijo, dando por supuesto que mi respuesta sería afirmativa.

Pasaron los días, y llegó por fin el domingo.

«¿Y bien?» —preguntó Nené en el último mensaje que me envió.

Nunca le contesté.

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Franklin Díaz

@Copyright: Franklin Díaz 21 de agosto de 2023

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