El vendedor de castañas

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Y llega el momento en el que te decides a estudiar Filosofía. Después de muchas meditaciones, elucubraciones y pensamientos distintos sobre lo que crees que es mejor para ti, tomas ese camino. Piensas que allí hallarás muchas de las respuestas a las preguntas que tu mente sigue sin resolver. Preguntas de tipo existencial, moral, ética, incluso religiosas.

No te había dado tiempo de conocer a todos tus compañeros de clases cuando te llevas la primera decepción. Te encuentras con un profesor al que crees que jamás nadie debería tratar como tal. Todo lo opuesto a un docente. El perfecto ejemplo de todo lo que no debe ser uno de ellos. Una persona que se piensa que él es el conocimiento, y no que está allí para ayudar a sus alumnos a que accedan a los saberes. Un sujeto que cree que es la reencarnación de Hegel, y que, en consecuencia, su misión es la de formar revolucionarios que transformen el mundo. Que cree en las democracias reales, como la de Chávez y Maduro en Venezuela; la de los Castro en Cuba; o la del sátrapa Daniel Ortega y su mujer, en Nicaragua. Un individuo que destila odio, inquina y desprecio profundo por la sociedad y el país donde vive, así como por todas las Instituciones de la Unión Europea. Otro tanto de lo mismo ocurre con las religiones; no se limita a la hora de pronunciar ofensas de cualquier tipo contra ellas, y en especial contra la católica en general y los que creen en ella en particular.

Como tú no estás en edad de permitir que ningún mentecato disfrazado de docente venga a lavar tu cerebro con ensaladas de absurdas estupideces, le pides una tutoría para hablarlo con él personalmente. No quieres ser un elemento de conflicto entre tus recién estrenados compañeros de clases, a quienes tampoco tú tienes el derecho de decir lo que deben o no deben hacer, o lo que tienen o no que decir a los mequetrefes como este, que intentan lavar sus cerebros.

No te decepcionan los resultados de la reunión. Era lo que esperabas. El perturbado intenta defenderse de ti de la forma como comúnmente hacen quienes no llevan la razón; impidiéndote hablar. No quiere oír nada de cuanto tengas que decir. Te dice que él no está allí para darle clases particulares a nadie. Que tus dudas académicas las consultes prestando atención a las clases. Que si no te gusta como da las clases, no asistas a ellas. Que a tu edad no tendrías que estar estudiando en una universidad. Que tú jamás comprenderás otras formas de entender el mundo distinta a la venezolana porque tu cerebro no está capacitado para algo así. Tienes que subir el tono de tu voz para que el Ogro baje la suya. Le dices cosas que sin necesidad de gritar son evidentes; que te respete porque tú le tienes que merecer a él el mismo respeto que él a ti; que la labor de un docente no es la de procurar el lavado cerebral de sus alumnos; que él NO ES el conocimiento, sino uno que está puesto allí por la universidad para ayudar a sus alumnos a acceder a ellos; que entienda que la educación universitaria no es de tipo vertical, sino horizontal, donde el docente es uno más en el proceso de enseñanza – aprendizaje.

Pero todas tus palabras caen en saco roto. Es como si hablaras con una pared. Te despides de él haciéndole la “sutil” sugerencia de que en lugar de a la docencia se dedique mejor a la venta de castañas asadas en la plaza Weyler, o a la siembra de papas. Y le dices que si no le gusta lo que le has dicho, que te reporte y pida tu expulsión de la universidad. Sabes muy bien que no lo va a hacer, porque la razón está de tu lado. Al menos en cuanto al fondo. Otra cosa fueron las formas, un tanto mejorables. Quizás no hubiese sido necesario que te levantaras y pusieses tu cara a escasos milímetros de la suya mientras le decías lo que pensabas. Puede que tampoco hubiese sido necesario levantar tanto el tono de voz. En fin…

En la clase siguiente, tus diferencias con el perturbado se hacen evidentes.

«¡Usted está intentando inducir en los alumnos hacia pensamientos erróneos, basados en sus falsas concepciones de la realidad!» —le dices muy respetuosamente, harto de las burradas cada vez mayores que escuchas salir de su boca.

Es la gota que colma el vaso. Decides no asistir más a sus clases. No vas allí para soportar agresiones y humillaciones a tus oídos. Crees que debes realizar algunas consultas previas antes de formular una denuncia ante las autoridades de la universidad. Te entrevistas con el delegado de un curso superior, que ya vio la asignatura con él, que te dice:

«¡No hay nada que hacer! Ese hombre es así, y está apoyado por las autoridades de la universidad. No es la primera vez que tiene problema con los alumnos. Todos los años es lo mismo!»

Sientes pena y lástima por aquella persona.

«O sea —le dices— ¿que hay que tolerar sus ofensas y maltratos, y que en lugar de dar las clases se dedique a maldecir a la Unión Europea, a la Iglesia, a España y los españoles, y a intentar lavar el cerebro de los alumnos para hacerlos ver las bondades del radicalismo de extrema izquierda?, ¿es eso lo que me quieres decir?»

«Dicho con otras palabras, sí» —te dice aquel triste personaje.

«¡Qué poco te valoras a ti mismo!» —atinas a decir, mientras te despides de él.

Te mira con cara de ser indefenso, vacío de espíritu. Te alejas de él, profundamente decepcionado.

Acudes a la vicedecana de tu facultad y ella coincide contigo en que debes denunciar. Así lo haces. Denuncias y te quedas esperando una respuesta que nunca llega. Escribes varias veces a la Inspección Universitaria para que te digan porqué no contestan tus cartas, pero solo obtienes el silencio por respuesta. Pasas dos meses esperando y nada cambia. Todo sigue igual.

Sales una tarde de paseo por el centro de Tenerife y ves a lo lejos una pequeña columna de humo. Te acercas a ver de qué se trata y te sorprende ver que hay un hombre asando castañas. Vende las raciones envueltas en un trozo de cartón. Te quedas hechizado por algunos instantes contemplando el fuego de la chimenea y el humo que sale de ella. El vendedor de castañas te mira. Tú lo miras a él sin mirarlo.

«¿Va a querer unas castañas, amigo?» —te pregunta.

Contestas esbozando una mueca de sonrisa, mientras niegas con la cabeza.

Franklin Díaz

@Copyright: Franklin Díaz 06 de diciembre de 2023

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2 comentarios en “El vendedor de castañas

    • Gracias por el comentario Corina.
      Fue mejor «narrar la impotencia», como dices tú, que agarrar al susodicho del cuello y apretarlo con fuerza, que fue lo que pensé hacer en un primer momento 😂😂😂 Es lo que tiene la literatura, que te ayuda a lidiar con tus demonios internos 👹👹👹
      Un abrazo.

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